Cada seis años, las y los políticos profesionales nos prometen que reinventarán al país y que, por vez primera, encauzarán a la nación hacia el destino que merece (cualquiera que este sea). Cada seis años, esas promesas se fracturan y se diluyen y, como ahora que estamos cerca del fin de la administración 2018-2024, comienza a cundir el desánimo ante la revelación de la farsa demagógica en que, una vez más, volvió a creer la mayoría de la población.
Como cada seis años, ante la magnitud de los problemas estructurales que arrastramos, y ante las nuevas agendas y problemas que surgen, los logros que nos presentan de manera cotidiana son auténticamente pírricos. En efecto, en todas las áreas que se prometieron cambios de dimensión histórica, los resultados en realidad van de regulares a malos.
La fuerza de las conferencias matutinas del presidente de la República le han permitido mantener el liderazgo y relativo control de la discusión pública; y como elemento de fondo, la infinita debilidad, mediocridad e inmoralidad que reina en los partidos de oposición, le proporcionan el más amplio margen de maniobra de que ha gozado cualquier mandatario en los últimos 40 años.
Lo peor en todo esto es que la decadencia amenaza con profundizarse, porque en menos de 18 meses, cuando ya sabremos quién será la o el próximo presidente de México, el país seguirá sin rumbo, y muy probablemente en un proceso de búsqueda de un nuevo liderazgo con el cual suplir al que estará también en ruta de difuminarse.
Y es que es muy probable que, cuando ya no se dé la conferencia matutina, y cuando ya no se tenga la capacidad de presentar con tintes épicos cada compra de una caja de aspirinas, como si se tratase de los triunfos de Alejandro sobre los persas, habrá la posibilidad de sopesar, quizá mesuradamente y en su justa proporción, lo hecho y lo que se haya dejado de hacer en los últimos seis años.
Debe subrayarse que este gobierno no es peor que los anteriores; pero tampoco ha acreditado aún ser mejor, ni en método de trabajo, ni en eficiencia administrativa, ni en eficacia de gobierno. A cada acción positiva, pueden oponérsele fácilmente tres o cuatro que, sin restarle méritos, le hacen palidecer.
Por ejemplo, es un hecho sumamente importante que este gobierno rompió con el mito de que incrementar el valor del salario mínimo tendría efectos inflacionarios. Pero igualmente cierto es que el proceso inflacionario lo tiene desbordado y en niveles no vistos desde hace varias décadas, diluyendo así el nivel real de los ingresos laborales.
Es cierto que se universalizó la pensión para las personas adultas mayores; pero igualmente cierto es que la medida tiene efectos altamente regresivos, y que registra, como se argumenta en el lenguaje propio de las políticas públicas, que sus externalidades negativas se encuentran, por ejemplo, en haber reducido el gasto en la niñez y en haber provocado el empobrecimiento de más niñas y niños.
Es cierto que es el primer gobierno con un gabinete paritario entre mujeres y hombres en su integración; pero igualmente lo es que es la administración con más feminicidios, con más víctimas de delitos que atentan contra la integridad y la seguridad sexual de las mujeres, y con mayor número de víctimas de delitos contra las familias.
Es verdad que este gobierno es el primero en diseñar y operar un programa de generación de empleos dirigido a las y los jóvenes, con carácter prioritario; sin embargo, es igualmente verdadero que el programa es un enorme fracaso; que no tiene continuidad ni viabilidad en el tiempo y que sus evaluaciones muestran que sus efectos han sido, en el mejor de los casos, marginales.
No miente el presidente cuando dice que desde el inicio de su mandato se propuso construir un sistema de salud de cobertura universal, que además diera acceso a medicamentos de calidad y gratuitos. Sin embargo, colocó como diseñadores y operadores de la reforma a dos sujetos, tan mediocres como indolentes, que han llevado a un sistema de salud insuficiente, desbordado e injusto, a uno muy cerca de la ruina institucional.
Quizá el peor de todos los rubros es el de la inseguridad. En ese ámbito no hay ninguna estrategia, programa o indicadores qué presumir. La militarización del país no ha resultado y por el contrario, esta administración se perfila desde ahora como la más sangrienta y mortífera de la historia mexicana en tiempos de paz. Y para colmo, a la par de la mortandad provocada por la violencia armada, estamos en el periodo con mayor número de personas no localizadas y desaparecidas en la historia patria.
Otra de las oportunidades desperdiciadas de esta administración se encuentra en el hecho de que, dado el estilo personal del titular del Ejecutivo, no aprovechó el tiempo para formar a una nueva generación de servidores públicos de alto nivel, capaces de rediseñar y reinventar al gobierno. La medianía de este Gabinete es, en ese sentido, tan lamentable como la que se tuvo en los gobiernos de Peña, Calderón y Fox.
Los 18 meses que le quedan al presidente López Obrador serían, sin embargo, suficientes para recomponer el rumbo. Tiene todavía la oportunidad de convocar a las y los mejores para un cierre lo más ordenado posible de gobierno y para darle a su sucesora o sucesor un margen de maniobra mínimo, ya no para su beneficio político, sino para evitar que el país colapse ante tanta negligencia