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Los Tocables Atrapada entre Palenque y Washington

por Héctor Guerrero
03-10-2025

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Atrapada entre Palenque y Washington, Claudia Sheinbaum cumple su primer año de gobierno en una posición paradójica: con un nivel de aprobación que roza lo inaudito —alrededor de 73 por ciento— y al mismo tiempo con una fragilidad estructural que hace depender buena parte de esa popularidad de la inercia de los programas sociales heredados. 

Ha logrado algo que parecía imposible: preservar estabilidad macroeconómica y política, contener los sobresaltos financieros, evitar que la relación con Estados Unidos se desborde en episodios de hostilidad y, sobre todo, mantener un clima de gobernabilidad en un país acostumbrado a vivir en sobresalto. 

Esa es su carta fuerte: no ha caído en provocaciones, ha resistido las presiones del trumpismo con una mezcla de diplomacia y cautela, y ha reorganizado el aparato estatal con un sentido de disciplina que contrasta con el desorden voluntarista de su predecesor.

Pero la otra cara es menos luminosa. El crecimiento económico, raquítico en su arranque, apenas alcanza para sortear el umbral de la recesión. La inversión pública se desploma y la privada se retrae, lo que augura un horizonte incierto. Los equilibrios con Washington se sostienen en malabares que en cualquier momento pueden quebrarse ante la amenaza de nuevos aranceles o imposiciones migratorias. 

En el plano interno, la narrativa oficial insiste en un descenso de la violencia, pero el ciudadano común sigue percibiendo que la inseguridad marca la vida cotidiana: la distancia entre los datos y la experiencia es, como siempre, abismal. Los ajustes en educación muestran la misma contradicción: se anuncian becas y reformas, pero las aulas permanecen sin conectividad, los docentes sin formación adecuada y la deserción sin freno.

Lo que Sheinbaum presenta como grandes reformas institucionales —la elección de jueces, la eliminación de organismos autónomos, la redefinición del sistema electoral— son en realidad movimientos que concentran el poder y matan los contrapesos. 

Es cierto que se ha atrevido a hacer lo que sus antecesores no: cuestionar de raíz el andamiaje de los órganos constitucionales. Pero lo ha hecho a la velocidad de un decreto, sin consenso ni legitimidad participativa. 

La elección judicial, con una participación inferior al quince por ciento, ilustra el riesgo: se proclama democrática, pero en la práctica abre la puerta a una justicia de consigna. Norma Piña y otros juristas lo han advertido con claridad, pero la respuesta presidencial ha sido reducida a un discurso de rendición de cuentas y combate a privilegios. La paradoja es evidente: en nombre de la transparencia se refuerza la opacidad, en nombre de la democracia se socava la independencia.

En el tablero político, la presidenta se ha esforzado por marcar distancia con figuras incómodas del antiguo círculo lopezobradorista, en especial con Adán Augusto López, cuya figura ha sido arrinconada con la torpeza de un espectáculo a medias. 

Estos intentos por amputar los vestigios del poder anterior revelan la dificultad de Sheinbaum para construir un liderazgo autónomo: necesita purgar para poder gobernar, pero esas purgas no desaparecen, se enquistan y amenazan con regresar bajo la forma de filtraciones, conspiraciones o disidencias internas. Y si el malabarismo se hace a la vista de todos, el costo político no se oculta: la presidenta aparece más ocupada en borrar huellas que en trazar caminos.

En la fachada internacional, la presidenta ha mostrado un pragmatismo que la blinda de inmediato, pero al costo de un desgaste lento. Colaborar en extradiciones de narcotraficantes o alinearse en operaciones conjuntas con Estados Unidos puede parecer una muestra de músculo, pero también es un recordatorio de que la soberanía mexicana se negocia caso por caso y nunca está asegurada. 

A cada gesto de firmeza sigue un recordatorio de dependencia estructural. El vecino del norte impone su ritmo, y México apenas consigue reacomodarse para no quedar en fuera de lugar.

La inseguridad sigue siendo la espina más profunda. Se anuncian descensos estadísticos, pero las extorsiones proliferan, los secuestros se multiplican en la penumbra, y las policías locales carecen de coordinación o recursos. El ciudadano no cree en la estadística, cree en la esquina mal iluminada. Y en esa esquina aún manda la impunidad. La percepción, más que la cifra, es la que mina la confianza pública: el Estado dice que mejora, la calle dice lo contrario.

El mayor riesgo de este primer año no es el desgaste inmediato ni la caída de la popularidad. Ese capital político, aunque sostenido por un colchón clientelar, todavía le alcanza para imponer reformas y mantener la disciplina interna. 

El verdadero peligro está en la construcción de un autoritarismo silencioso, de una concentración paulatina de poder que se justifica en nombre de la eficacia y del orden, pero que en realidad debilita la pluralidad institucional. No es un golpe de mano visible, es una acumulación lenta de medidas que, una tras otra, reducen el espacio de los contrapesos y del disenso.

Comparado con sus predecesores, Sheinbaum se mueve en un terreno peculiar. Vicente Fox perdió su capital político a los dos años y se volvió rehén de su frivolidad. Felipe Calderón apostó su legitimidad a una guerra interminable que nunca pudo ganar. Enrique Peña Nieto construyó un espejismo reformista que se desplomó bajo el peso de la corrupción y la violencia. Andrés Manuel López Obrador concentró poder con el respaldo de una legitimidad histórica, pero a costa de socavar los mismos contrapesos que ahora Sheinbaum termina de desmantelar. 

Cada uno marcó un estilo y un fracaso, y ella se coloca en esa cadena con un signo inquietante: ni frivolidad, ni guerra, ni corrupción ostentosa, sino el riesgo de un autoritarismo con rostro administrativo, legitimado por la eficacia discursiva y por la calma aparente de las encuestas.

Así, Sheinbaum se encuentra en una encrucijada: ha heredado un gobierno desordenado y lo ha reencauzado con cierto éxito, pero el rumbo hacia el que encamina a la república es incierto. Entre el pragmatismo económico y la tentación autoritaria, entre la dependencia de los programas sociales y la promesa de un nuevo proyecto de nación, entre la figura tutelar de Palenque y la presión de Washington, se juega la definición de su sexenio. 

Un año ha sido suficiente para mostrar que no será la copia sumisa de López Obrador, pero también para dejar claro que el riesgo no está en la debilidad, sino en la fortaleza: cuando el poder se concentra, la tentación de perpetuarlo suele ser irresistible.


Tiempo al tiempo.

@hecguerrero