
El asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz, colaboradores cercanos de la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Clara Brugada, no es un crimen más en esta ciudad, una tragedia personal, el estar a la hora y en el lugar equivocados. La suerte de ambos estuvo echada desde antes y con bastante anticipación.
Lo acontecido fue una operación criminal, una ejecución precisa, profesional, diseñada para enviar un mensaje, una alerta roja que pone en jaque la seguridad, la estabilidad y hasta la soberanía del Estado en su capital.
Gatilleros con capacidad de fuga, sin dejar huella, con una operación que incluyó vigilancia previa, rutas de escape medidas y vehículos robados. No improvisaron. Sabían a quién iban a matar y cómo hacerlo. Es, en términos tácticos, un operativo quirúrgico. Pero el móvil sigue siendo una incógnita.
La Fiscalía de la Ciudad de México, encabezada por Bertha Alcalde Luján, ha evitado hacer especulaciones apresuradas, pero el perfil de las víctimas impide que se deseche ninguna hipótesis. Ximena Guzmán era la secretaria particular de Clara Brugada, una figura discreta pero influyente, con acceso a información de primer nivel, y una de las colaboradoras más cercanas en los momentos clave de transición y reestructuración del nuevo gobierno capitalino. José Muñoz, por su parte, era un operador político, vinculado con sectores de movilidad, desarrollo urbano y seguridad ciudadana. Ambos sabían cosas, hablaban con todos, tejían relaciones. Ninguno era un improvisado.
¿Quién los mató? ¿Y por qué? Las preguntas son inevitables. Y aunque la prudencia exige esperar a que las investigaciones avancen, también es necesario pensar, especular con responsabilidad y contexto. Una primera hipótesis apunta a una represalia directa del crimen organizado. La Ciudad de México, aunque se ha blindado formalmente contra el control de los cárteles, es ya territorio de disputa silenciosa entre grupos criminales que han aprendido a operar con bajo perfil.
La ejecución podría ser una advertencia, un mensaje a quienes —desde el gobierno local— están empezando a cerrar espacios, revisar contratos, frenar impunidades.
Una segunda línea, más perturbadora, sugiere un intento deliberado de desestabilización política. En plena transición federal, con Claudia Sheinbaum a pocos meses de asumir el poder formal, golpear el corazón del gobierno capitalino es poner en duda su capacidad de respuesta.
Y una tercera lectura, más sombría, conecta este crimen con las viejas teorías de Estado profundo que acompañaron los magnicidios de Colosio y Ruiz Massieu. Teorías que, si bien nunca se confirmaron, tampoco fueron desmontadas del todo. ¿Y si lo que vimos fue algo más grande que un ajuste de cuentas?
Este crimen recuerda al atentado contra el periodista Ciro Gómez Leyva en 2022: un intento de ejecución con recursos profesionales, sin que nunca se esclarecieran los autores intelectuales. El patrón se repite: ataques con precisión militar, víctimas de alto valor estratégico, investigaciones lentas, pistas ambiguas. Todo acompañado por el viejo miedo nacional a que detrás del silencio esté el Estado, o al menos partes podridas de él. La diferencia esta vez es que la escena del crimen no es un periodista incómodo, sino dos operadores políticos ligados directamente a la jefatura de gobierno. Y eso, en términos políticos, es una bomba.
La respuesta internacional no se hizo esperar. Marco Rubio, secretario de Estado de Estados Unidos, ofreció colaboración inmediata para compartir información y apoyar con tecnología para el combate al crimen en la Ciudad de México.
La oferta suena bien, pero no es ingenua. Llega justo cuando Donald Trump, actual presidente de Estados Unidos, acaba de declarar que ofreció enviar tropas a México para “acabar con los cárteles” y que la presidenta Claudia Sheinbaum lo rechazó “porque tiene miedo”. Desde el avión presidencial, Trump habló como quien sabe que tiene poder para intervenir y que está dispuesto a hacerlo.
¿Casualidad? ¿O parte de un escenario más amplio en el que la narrativa del caos en México justifica la injerencia?
La soberanía mexicana está en jaque, pero no sólo por Trump ni por los halcones del Capitolio. Está en jaque porque el crimen organizado tiene una capacidad operativa que el Estado mexicano, en muchos niveles, no logra igualar.
Está en jaque porque estos asesinatos no son hechos aislados, son síntomas de una enfermedad más profunda: la penetración del crimen en la política, en la seguridad, en la estructura misma del poder. Estados Unidos lo sabe. Lo usa. Nos ofrece ayuda mientras nos mide el pulso. Nos lanza una mano y al mismo tiempo nos observa con desconfianza, con desprecio, con intenciones no del todo claras.
¿Vienen por los narcos? Tal vez. ¿O vienen por el control político, económico y territorial de un país débil? No sería la primera vez que exportan su “modelo democrático” envuelto en balas.
Ni será la última.
Pero aquí no se trata de gritar traición ni de agitar banderas vacías. La urgencia es otra. Es resolver. Investigar con seriedad, sin caer en teorías de complot ni en silencios cómplices.
La Ciudad de México está de luto, sí. Pero también está a prueba. Y si alguien tiene verdadero interés en que se haga justicia, tiene que ser su propio gobierno. Clara Brugada, su equipo, su fiscalía, su secretario de seguridad, tienen la obligación de dar resultados. Porque si el crimen se diluye, si no se esclarece, si no hay detenidos, si no hay móviles identificados ni estructuras desmanteladas, entonces estaremos ante algo peor que una tragedia: ante el fracaso del Estado o peor aún un Estado cómplice.
Y si eso ocurre en la capital, ¿qué nos queda en el resto del país? ¿Qué nos espera a los simples mortales?
Hay que serenarse, sí. No dejarse arrastrar por el pánico ni por las voces que lucran con la confusión. Pero también hay que actuar. Porque el luto no puede ser rutina, ni el miedo costumbre. Y porque si el gobierno de la Ciudad de México no es capaz de resolver este crimen, entonces estamos mal. Muy mal.
Y lo que viene será aún peor.
Tiempo al tiempo.
@hecguerrero