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Los Tocables La nueva “doctrina Trumproe”

por Héctor Guerrero
11-12-2025

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En estos días ha vuelto a circular, con insolencia de idea vieja que pretende pasar por doctrina renovada, la noción de que Estados Unidos debe reafirmar su derecho natural —así lo suponen ellos— a regentear el destino del continente. 

Esa aspiración, revestida de un nacionalismo excluyente y de un discurso que apela al agravio del votante blanco, ha sido presentada como una suerte de reedición de la doctrina Monroe, aunque en los hechos se asemeja más a un intento de restauración imperial.

 A este revival lo han empezado a llamar, no sin intención, la “doctrina Trumproe”: una receta de política hemisférica que combina aislamiento, imposición y la nostalgia de un poder que ya no es tan vasto como lo fue. Se trata, pues, de un gesto que quiere recuperar la contundencia de la Guerra Fría sin reparar en que el mundo, mientras tanto, ha seguido avanzando.

En la formulación original de Monroe, Estados Unidos advertía a las potencias europeas que no permitiría nuevas intervenciones en América. Aquella declaración, que pretendía salvaguardar la soberanía de los pueblos recién independizados, se convirtió con el tiempo en el fundamento para justificar intervenciones que contrariaron el espíritu inicial. 

Una doctrina destinada a proteger terminó convirtiéndose en instrumento para dominar. Hoy, con el retorno del trumpismo a la conversación política y la insistencia de sus seguidores por erigir fronteras físicas y simbólicas más altas, la doctrina Monroe reaparece, pero en clave reducida: América para los estadounidenses, y de preferencia para los que comparten su visión estrecha del mundo.

Este replanteamiento no emerge en un momento de fortaleza. La nación que intenta proyectar autoridad enfrenta una erosión interna profunda: polarización, violencia política, deterioro institucional y la incapacidad para articular una agenda común. 

Estados Unidos, que durante décadas impuso formas y ritmos en la escena internacional, se descubre hoy superado por la velocidad y complejidad de los fenómenos globales. Pretender sostener la batuta de la dirección hemisférica cuando el propio país desafina es un acto que mezcla osadía con negación. No se gobierna el continente con slogans, ni se recupera el liderazgo apelando a un pasado que se deshizo en las manos del siglo XXI.

La relación con México habrá de ser, como siempre, uno de los escenarios donde esta “doctrina Trumproe” busque manifestarse. No se modificará —no podría— la trama que une a ambos países: un comercio vigoroso, una frontera vasta, flujos migratorios intensos, agendas de seguridad que se tocan todos los días. Pero sí cambiarán los tonos, las exigencias, los gestos. Un gobierno que privilegia la presión pública y la amenaza como herramientas diplomáticas condicionará cada diálogo. La cooperación será presentada como concesión. La corresponsabilidad, como obligación unilateral.  México enfrentará el desafío de negociar con un socio que se mira al espejo convencido de ser más fuerte de lo que en realidad es, mientras el mundo le demuestra lo contrario.

No conviene caer en un dramatismo fácil. No es la primera vez que Washington pretende reforzar su presencia en América bajo el argumento de la seguridad. Tampoco será la última. Pero sí vale la pena advertir que estamos ante un intento por reconfigurar, desde el discurso y la práctica, las normas que han regido la relación bilateral.

Para Estados Unidos, México no solo es vecino: es frontera, amortiguador, corredor económico y pieza indispensable de su seguridad interna. 

Para México, Estados Unidos es destino de millones, principal socio comercial y factor determinante en su estabilidad económica. Esta relación, compleja y asimétrica, no se rompe con declaraciones altisonantes, pero sí puede alterarse en su textura cotidiana.

Es probable que, bajo el influjo de esta “doctrina Trumproe”, los acuerdos se vuelvan más rígidos y las condiciones más severas. Estados Unidos insistirá en controlar desde el sur lo que no controla en su propio territorio. Exigirá reducir flujos migratorios como si fueran válvulas manejables, y buscará obtener ventajas en materia energética bajo el argumento de la seguridad nacional. México deberá responder con firmeza, pero también con prudencia: la diplomacia, como la política, se ejerce con la serenidad que no siempre admiten los discursos que buscan sobresaltar.

Lo que se asoma, por tanto, no es un rompimiento, sino una mudanza. La relación no cambiará en lo sustancial, pero dejará de ser lo que fue. La retórica trumpista pretende reinstalar la idea de la supremacía indiscutible, pero lo hace en un mundo donde esa supremacía ya no existe. Esa paradoja —querer mandar sin capacidad para sostener el mando— será la nota predominante de los próximos años.

Y en ese escenario, México deberá actuar con la claridad de quien sabe que el vecino poderoso ya no es el que fue, pero tampoco ha dejado de ser poderoso. Entre esas dos certezas se jugará la política hemisférica. Porque si algo nos enseña la historia es que en América, casi siempre, lo que parece repetirse no es lo mismo: es otra cosa. Aunque algunos, desde el norte, insistan en no verlo.


Tiempo al tiempo.

@hecguerrero