Una consecuencia inadvertida del mal diseño de la Reforma Judicial es la que muchos preferían ignorar: la Suprema Corte de Justicia terminó en manos de varias facciones internas de Morena. La institución dejó de operar con una lógica unificada y quedó sometida a presiones dispersas, organizadas según las fuerzas que conviven dentro del partido en el poder.
El origen del problema está en el diseño. Una reforma judicial profunda exige rigor técnico y tiempo político. Esta reforma careció de ambos. Los mecanismos de selección se abrieron sin controles profesionales capaces de contener la operación política. La evaluación quedó relegada y las candidaturas avanzaron gracias a operadores, padrinos regionales y estructuras territoriales.
La disputa se volvió inmediata. Cada grupo morenista vio en el proceso una oportunidad para ampliar su influencia. Gobernadores, figuras legislativas y liderazgos locales activaron sus redes para impulsar perfiles afines. La Corte quedó configurada a partir de lealtades políticas y compromisos internos, ajena a la independencia que debería resguardar.
El discurso oficial habló de apertura y participación ciudadana. La práctica instaló incentivos para competir por espacios antes regulados por criterios técnicos. La política entró a la selección judicial con toda su maquinaria: facciones, prioridades locales y agendas particulares. El resultado es una Corte segmentada, marcada por equilibrios frágiles y sujetas a negociaciones que se mueven según las necesidades internas del partido dominante.
Las resoluciones recientes lo muestran. Las mayorías se deshacen con facilidad. Las votaciones avanzan según cálculos coyunturales. Los asuntos relevantes quedan expuestos a acuerdos silenciosos que desplazan el análisis constitucional. La justicia deja de ser un eje estable y se convierte en una mesa que se ajusta al peso específico de cada grupo político involucrado.
La reforma prometió limpieza institucional. Las consecuencias muestran otra realidad: una estructura más opaca, dispersa y difícil de escrutar. Cuando la influencia se reparte entre múltiples actores, la responsabilidad se diluye. La ciudadanía observa una Corte incapaz de sostener criterios consistentes y vulnerable a tensiones internas.
La independencia judicial requiere procedimientos firmes, públicos y verificables. Un proceso serio de selección no elimina la política, pero establece márgenes que moderan su impacto. La reforma debilitó esos márgenes, relajó los requisitos y abrió la puerta a designaciones guiadas por la cercanía con distintos liderazgos del partido gobernante.
El daño ya está hecho. Para corregir, se necesitan filtros profesionales estrictos, comparecencias rigurosas y transparencia en los criterios de designación. La justicia no se fortalece con improvisación. Un sistema judicial firme se construye con reglas, y la reforma abandonó ese principio.
La Corte enfrenta hoy una presión múltiple. No opera bajo una dirección central; trabaja bajo el peso simultáneo de grupos con intereses propios. La fragmentación debilita su función esencial: ser un freno real al poder. Cada decisión queda en riesgo de convertirse en un cálculo interno, y cada asunto clave depende del equilibrio momentáneo entre facciones.
El país recibe así una advertencia: una reforma hecha sin método produce instituciones frágiles. La Corte quedó vulnerable por efecto de un diseño defectuoso. La justicia perdió terreno frente a la política organizada. Y mientras ese diseño permanezca, la independencia judicial seguirá expuesta a fuerzas cuyo interés principal no es la Constitución, sino la continuidad de sus propias parcelas de poder.
Tiempo al tiempo.
@hecguerrero

