
En 2005, Isabel Miranda denunció el secuestro y asesinato de su hijo, Hugo Alberto Wallace Miranda. La historia presentada por ella ante la opinión pública fue recibida sin escepticismo: una narración minuciosa de seguimiento por GPS, tortura, asesinato, desmembramiento, desaparición del cuerpo en el drenaje profundo de la Ciudad de México, y una red de responsables perfectamente identificados.
El aparato judicial reaccionó con una celeridad inusual. En poco tiempo, ya había personas detenidas, presuntas confesiones, pruebas documentales aportadas por la propia denunciante y cobertura nacional celebrando una “madre valiente” capaz de investigar mejor que las autoridades. Todos fuimos engañados.
Lo que no se dijo en ese momento es que esos elementos estaban construidos sobre pruebas falsas, confesiones bajo tortura, documentos alterados y una víctima cuya existencia legal, antes de su supuesto asesinato, aún genera dudas legítimas.
Isabel Miranda fue más allá del dolor maternal. Convirtió su denuncia en una plataforma de influencia política. En plena efervescencia del sexenio de Felipe Calderón, su figura se volvió funcional para legitimar la política de seguridad basada en la guerra contra el narcotráfico.
Fue promovida como ejemplo de la participación ciudadana, condecorada con la Medalla al Mérito Cívico y, años después, postulada como candidata del PAN a la jefatura de Gobierno de la Ciudad de México en 2012.
Su organización, Alto al Secuestro, recibió recursos públicos y acceso directo a instancias de gobierno. La historia de su hijo se transformó en narrativa de Estado y prueba de que el Ejecutivo actuaba en favor de las víctimas.
Pero el caso Wallace nunca se sostuvo en términos legales. Desde los primeros años, peritajes independientes comenzaron a evidenciar graves inconsistencias. El presunto departamento donde ocurrió el crimen no tenía rastros de sangre. La supuesta acta de nacimiento del hijo de Miranda no aparece en los archivos oficiales.
La evidencia genética aportada por la denunciante resultó incongruente o contaminada. Varios de los acusados, como Brenda Quevedo y Jacobo Tagle, denunciaron tortura física y psicológica. Algunos fueron detenidos en condiciones irregulares, sin orden judicial y presentados públicamente como culpables antes de que se iniciara el proceso legal.
Los medios afines a Calderón y Peña Nieto, con la anuencia de las fiscalías, sostuvieron la narrativa. La historia de Wallace funcionaba como una cortina funcional en un país que exigía resultados ante el aumento de la violencia.
Bajo esa presión, se normalizó la fabricación de culpables. Las víctimas del montaje fueron invisibilizadas, sus familias estigmatizadas y sus expedientes judiciales atrapados en un pantano legal.
Hoy, después de casi dos décadas, hay personas detenidas sin sentencia, recluidas en condiciones de ilegalidad procesal y con recursos de amparo que se acumulan sin resolución definitiva.
Organismos internacionales, como el Grupo de Trabajo sobre Detención Arbitraria de la ONU, han señalado que el caso Wallace evidencia una violación sistemática al debido proceso, a la presunción de inocencia y al derecho a un juicio justo.
Las investigaciones independientes, incluyendo las de periodistas como Guadalupe Lizárraga y Ricardo Raphael, han documentado de forma extensa la manipulación institucional detrás del caso.
Las autoridades mexicanas, sin embargo, han optado por la omisión. Nadie ha sido investigado formalmente por fabricar pruebas, torturar o falsear documentos. La figura de Isabel Miranda siguió gozando de reconocimiento público incluso después de que se demostrara la inconsistencia forense de su versión.
La elección judicial más reciente puso en la agenda la necesidad de depurar al Poder Judicial. Se discute si los jueces están comprometidos con la legalidad o subordinados al poder político.
En el caso Wallace, hubo jueces que avalaron procesos plagados de irregularidades, dictaron autos de formal prisión con base en pruebas viciadas y permitieron la reclusión prolongada de personas sin una sentencia válida. Lo hicieron sin que mediara presión directa, simplemente cumpliendo con una estructura judicial que prioriza el alineamiento institucional sobre la imparcialidad. La pregunta no es qué hubiera hecho un juez diferente, sino por qué el sistema sigue premiando a quienes ejecutan órdenes y castiga a quienes aplican el derecho con independencia.
El caso Wallace no representa una excepción. Es un síntoma. Demuestra que, en México, el acceso a la justicia depende menos de las personas que ocupan un tribunal y más de la arquitectura institucional diseñada para producir culpables cuando el contexto lo exige.
El Poder Judicial ha sido históricamente utilizado como herramienta de legitimación del poder ejecutivo. En este caso, además, se combinó con la necesidad de crear símbolos ciudadanos capaces de dar rostro humano a una guerra impopular.
Isabel Miranda cumplió ese papel a cabalidad. Su historia justificó reformas legales, endurecimiento penal y redadas contra supuestos criminales. Fue útil. Y esa utilidad la protegió de ser investigada cuando la verdad comenzó a desmoronarse.
Hoy, tras su fallecimiento, no hay ningún esfuerzo institucional por reparar el daño causado a las víctimas del montaje ni por esclarecer las responsabilidades dentro del sistema judicial.
El caso Wallace deja en claro que la justicia en México no está determinada por los jueces, es la estructura entera que condiciona sus decisiones, administra sus carreras y define su autonomía.
Mientras esa estructura no se transforme, la ley seguirá siendo una herramienta de simulación. Isabel Miranda murió sin enfrentar consecuencias, pero las secuelas de su cruzada siguen presentes en las vidas de quienes aún esperan un juicio justo.
Tiempo al tiempo.
@hecguerrero