Cierto en que hoy
día se ejerce la libertad de expresión plenamente. En espacios de prensa,
informativos radiofónicos y televisivos y en las redes sociales se advierte
expresiones críticas e independientes al poder. Sin embargo, existen problemas
serios, uno de ellos es la autocensura a cargo de empresas de medios que en ejercicio
de su libertad e intereses particulares modifican su política editorial,
depuran colaboradores y ajustan su línea informativa en función de los factores
de poder -no necesariamente del público- y, a veces, de sus propios negocios.
En mi caso agradezco y reconozco a SDP Noticias y los Federico Arreola
el espacio y el irrestricto respeto que siempre he recibido, haciéndome sentir
parte de una comunidad diversa y plural que adquiere relieve y acrecienta su
valor con la coexistencia, igualmente puedo decir de Vanguardia de
Saltillo, El Financiero, La Revista Peninsular, Telesur, La Silla Rota,
Código Libre, Contacto Noticias de Xalapa entre varios medios en los que
colaboro habitualmente.
La libertad de
expresión no es para las autoridades. Para éstas y quienes las representan existe
la obligación de informar con veracidad, objetividad y con un riguroso respeto
hacia particulares. El presidente no puede invocar libertad de expresión,
precisamente por la investidura que ostenta. No hay horario ni espacio que la
persona se libre de su encargo, menos el jefe de Estado.
El arribo de una
mujer a la presidencia y de una periodista a la Secretaría de Gobernación
debiera hacer de la libertad de expresión una realidad promovida y protegida
por el Estado, con todo lo que implica: su molesto escrutinio, sus excesos, su
insidia, su uso pernicioso y demás.
Dos son los
peligros. La violencia en el espacio regional. Son muchos los medios y
periodistas silenciados por la intimidación y las acciones criminales en su
contra. No sólo del crimen organizado convencional, también de los políticos y
autoridades, a quienes en extremos de intolerancia les da por acciones criminales
para someterles. Las diferencias con el periodismo deben resolverse en
tribunales no con balas. Si el político no puede actuar así, que se retire. La
libertad de expresión se debe respetar a pesar de sus excesos o desviaciones.
La otra amenaza
viene de las autoridades nacionales. El presidente López Obrador ha
naturalizado la agresión a periodistas y medios en el espacio informativo de
mayor influencia. Es una violación a las garantías individuales, ninguna
autoridad y menos la presidencial puede imputar conductas delictivas porque es
una violación flagrante a la presunción de inocencia, además de la afectación al
derecho al buen nombre o a la privacidad, hay delitos cuando se divulgan datos
personales o se violenta el secreto financiero o bancario. Esta permisividad
que es abuso del poder debe frenarse, incluso en caso de existir conducta delictiva
del señalado afectaría la acción de la justicia por su efecto corruptor, como
en su momento señaló para liberar a la sentenciada Florence Cassez debido la
publicidad incriminatoria previa al juicio y la sentencia.
El embate contra la
libertad de expresión debe frenarse. Acciones como las presentadas contra
Amparo Casar, Latinus, Carlos Loret, Víctor Trujillo y otros tantos más
son propias de un estado policiaco porque se utilizan las instituciones del
Estado mexicano para combatir al crimen como la UIF, el SAT, la Procuraduría
Fiscal o la FGR para atacar a quienes denuncian prácticas corruptas en las
altas esferas del poder. Lo mostrado por Peniley Ramírez con los datos de los
oficios que confirman que las investigaciones de corte criminal se asocian al
escrutinio periodístico al presidente y su círculo, ratifica que el mandatario
promueve la persecución de periodistas por la UIF o a quien actúa oficiosamente,
quizá sin autorización, pero toleradas, que para efectos prácticos es
exactamente igual. La actuación de los acomedidos puede llevar a los
territorios y acciones más indeseables. La presidencia debe definir posición a
favor de la prensa, toda.
Aunque no haya
habido alternancia es de esperar que la renovación de poderes y de responsables
del gobierno signifique una depuración de las peores prácticas. El llamado
segundo piso de la transformación a la que se alude debe centrar su tarea al
origen del proyecto obradorista, acabar con la corrupción y la desigualdad
social. Nada tiene que ver con la deriva autoritaria y el empleo de las
instituciones del Estado contra la libertad de expresión y, sea dicho de paso,
la militarización de la vida pública.